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El Morro de Arica en el alma de cada chileno.

  • Foto del escritor: Aurelio Valenzuela
    Aurelio Valenzuela
  • hace 2 días
  • 3 Min. de lectura

Cóndor:

Columna de opinión de Aurelio Valenzuela

El Morro de Arica en el alma de cada chileno.


Desde la ciudad de Querétaro, en esta tierra mexicana que con cariño me abrió los brazos hace décadas, escribo con el corazón cargado de emociones. Es 7 de junio de 2025, y una vez más, como cada año, mi memoria y mi alma cruzan la cordillera, el desierto y el mar para posarse allá, en la cima del Morro de Arica, donde flamea nuestra bandera chilena como símbolo eterno de coraje y soberanía.


Recuerdo con nitidez la primera vez que supe de esa gesta. Fue en una sala de clases de madera y tiza, donde un maestro de escuela, con voz grave y mirada encendida, nos relató a un grupo de niños inquietos la historia del asalto al Morro de Arica. Nos habló del valor de Pedro Lagos, de los soldados chilenos que treparon con decisión los riscos empinados, enfrentando fuego cruzado, y de cómo aquella mañana del 7 de junio de 1880 quedó grabada para siempre en la historia de Chile. Yo tendría unos ocho años, pero supe desde entonces que ser chileno era mucho más que haber nacido bajo una bandera: era llevar consigo la memoria de los que lucharon por dejarnos un país libre y digno.


Nací y crecí en Arica y en Iquique la tierra donde nació mi madre y donde tenía familiares, recuerdo partidos de fútbol en la calle y tardes de relatos patrióticos. En mi juventud en Arica y también Tacna, dos ciudades hermanas, separadas por una cordillera, un pasado doloroso y una historia compartida. Ahí, entre campeonatos de barrio, amistades entrañables y costumbres que se mezclaban, entendí que el respeto por la historia no está reñido con el cariño entre pueblos. Aprendí que la paz no borra el valor del sacrificio, pero también que la hermandad es posible cuando se cultiva desde el deporte, la cultura y el respeto mutuo.


Como futbolista profesional, celebré muchos goles. Y aunque ya pasaron los años de correr tras la pelota con la energía de la juventud, todavía los recuerdo con alegría. Pero hay un gol simbólico que celebro cada año, y es el que como chileno comparto con cada generación de nuestra selección nacional, sin importar en qué nivel compita ni contra quién juegue. Porque representar a Chile, desde un estadio hasta una conversación casual en el extranjero, es siempre motivo de orgullo y compromiso.


Adonde quiera que voy, la gente me identifica como chileno. A veces por el acento, otras por la manera de hablar del fútbol o simplemente por la forma en que vibro cuando suena nuestro himno nacional. Eso me honra y también me compromete: mostrar siempre lo mejor de mi patria, de su historia, de su gente, de su temple. Por eso escribo esta columna, porque no quiero que se pierdan las memorias, porque deseo que los más jóvenes comprendan que el presente que hoy disfrutan está cimentado en actos de valor, como el que nuestros soldados realizaron aquel amanecer en Arica hace 145 años.


Este año, desde la distancia, he seguido las conmemoraciones oficiales. He visto a nuestros soldados marchar con la frente en alto, a los niños recitar con fuerza las lecciones de historia, y a los chilenos, de todas partes, unir sus voces para recordar lo que fuimos y lo que somos. No importa dónde estemos, si en el extremo sur de nuestro país o en este corazón de México que ya siento también como mío. Chile vive en nosotros.


Llevar la bandera chilena en el alma es una responsabilidad y un privilegio. Celebrar el 7 de junio no es solo mirar atrás, sino reafirmar quiénes somos y por qué existimos como nación. Desde Querétaro, y con más de siete décadas de vida, sigo agradecido con los héroes del Morro, con mis maestros, con el fútbol que me enseñó a amar los colores, y con esta tierra que me vio nacer, donde mis padres, mi esposa, mis hijos y mis nietos también llevan con orgullo el nombre de Chile. Que nunca se nos olvide: la historia no es pasado, es el alma viva de nuestra patria.


La patria no se lleva en el pasaporte, se lleva en el alma. Y mientras viva, cada año, cada 7 de junio, recordaré a los héroes del Morro de Arica con gratitud, con admiración y con la promesa de honrar su legado en cada palabra, en cada gesto y en cada gol. Porque soy Aurelio Valenzuela, chileno hasta los huesos, y aunque el destino me haya traído a Querétaro, mi corazón sigue flameando en lo alto de ese morro heroico que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos.


¡Gracias, Arica! ¡Gracias, Chile eterno!


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